domingo, 15 de noviembre de 2015

Un cuento de Enriqueta Güel

La taza de café

Soy una taza de café. Quedé con restos sobre la mesita del bar. Mi compañera está a mi lado, llena, sin tocar y fría. Muy fría. Tomás me vacío hace más de dos horas.
  Tomas había llegado con semblante de alegre expectativa. Pidió al mozo que nos trajera bien tiradas y al lado de mi compañera dejó una rosa roja. La rosa roja, todavía, está en el mismo lugar y muestra señales de agotamiento. Su belleza se marchita de a poco por el tiempo y por la tristeza. Esa tristeza la contagió Tomás. Pasaron esas dos horas y no llegó la mujer a quien Tomás esperaba. Fueron dos horas desesperantes, con un paso de ilusión a decepción sin escalas.
   El enamorado pagó y se retiró tan solo como llegó, pero con una lágrima como acompañante.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Un cuento de Fernando Trcka y Sasia



Los vencidos


         Me llamo Elsira era la mayor de otros tres medio hermanos: yo era de uno y luego vendrían tres amantes más de mi vieja, para completar la camada de cuatro niños. Salía todas las mañanas antes del sol hacia la curva de las vías, para recoger un poco del carbón que perdían los trenes. Encendía la cocina y mientras me hacía el desayuno despertaba a mis hermanos para asistir a clases.
         Ir a la escuela era mi mayor satisfacción. Si no fuera que tenía que faltar tan seguido, tendría las calificaciones que  merecía. Con mi madre tísica, muchas mañanas tenía que quedarme a atenderla.
         Después de cenar, desde la profundidad del piletón que servía para lavar platos y ropa, soñaba con mi futuro: completar los estudios. No sería en esos colegios con grandes jardines, con camino de pedregullo o en aquellos otros de altos frentes, con su nombre y año de fundación en molde de yeso que hay en el centro, pero sería alguno oficial.
         La voz cascada de mi madre me sacó de ese universo. Al acercarme la encontré medio cuerpo afuera de la cama, los niños la rodeaban azorados y la más pequeña lloraba.
         Fui a buscar a doña Herminda, que vino enseguida acompañada de Efraín, su esposo. Ya no había nada que hacer. Acomodamos a la enferma en su cama. Me se senté a su lado y tomé sus manos. Al notar lo heladas que estaban, en ese momento pensé con cierto alivio y hasta un poco de alegría, en su muerte como mi liberación. Espanté esos pensamientos como a malos insectos. Mamá, como si hubiera leído mi mente, pidió que siguiera cuidando a los chiquitos, como hasta ahora. Hizo un gran esfuerzo para decir estas pocas palabras, luego quedó dormida. Hacía fuertes ruidos al respirar. De pronto, a mitad de la noche, abrió grandes los ojos, se aferró a mi manga, como resistiéndose a ser llevada por alguien y allí quedó. Me abracé al cuerpo hasta que llegaron a buscarlo. No podían separarnos para ser cargada en la ambulancia de la Santa Misericordia.
         No hubo velorio ni féretro. Pasaron por la puerta de la iglesia, donde un sacerdote dijo unas breves palabras.  En el cementerio, la comitiva era exigua: nosotros cuatro, doña Herminda, don Efraín y un par de empleados.
         A la mañana siguiente, vinieron unos señores de traje oscuro acompañados por doña Herminda y su inseparable marido. Dijeron que representaban al juzgado de menores. Se llevaron a los niños a una institución donde serían formados y aprenderían algún oficio. En la escuela escuché hablar de esto. En realidad los hacían trabajar para una fábrica, sin más paga que castigos corporales. Mientras, yo sería criada por el matrimonio vecino. Nos tomaron los datos, sin omitir un humillante e innecesario maltrato. Era pasmoso cómo había cambiado la sonrisa de doña Herminda en cerrado ceño.
         Su marido, viejo baboso, por su parte se relamía ante la visión de carne joven en su fábrica de zapatos. Era comentado por algunos vecinos que obligaba a animar las fiestas con sus amigos a sus empleadas.  
         Los primeros meses trabajaba sin ver el sol. Dormía y comía en una pieza contigua y tenía ese mismo polvillo que se mantenía como suspendido en el aire, produciendo un gusto amargo.  Una tarde me sacaron del insalubre galpón. Me asearon y llevaron, por dentro, sin pisar la calle, a un salón que estaba casa de por medio. Me presentaron e hicieron bailar con los amigos de  Efraín. La primera noche no pasó de ahí. Después, me sacaban cada vez más seguido de la fábrica y comenzaron las obligaciones. Al cabo unos meses los únicos días que asistía a la fábrica era durante la excepción que hacía la regla. Controlada, ésta, con mucho celo por parte de los patrones. Apenas tuve un atraso me llevaron con una vieja y fumadora enfermera, quien me puso a salvo de ser madre a los diecisiete.
         Me sacaron de la fábrica del viejo Efraín y pasé a prestar servicio en una casa de citas, como las llaman en la policía, los juzgados, las iglesias y otros sitios beneméritos o sagrados, y que cualquiera sabe se llama quilombo. Allí, una vez  hice debutar a un chico. Era hijo de algún patrón. Debo confesar que me gustó llevar  la delantera en el acto. Obedecía con torpeza  y respeto. Me enteré que era su despedida de soltero. Casi me hice ilusiones. ¿Quién soy después de todo, para ser elegida por algún cachorro de la leonera?
         Tras algunos meses de haber perdido a aquel, contabilicé la parte positiva del asunto, al menos esa  quimera me sirvió para darle un respiro a mi amarga existencia. Descubrí que podía cerrar los ojos mientras estaba con otro, y soñar con él y su barba incipiente.
         Inútil fue la espera. No volvió ningún cliente joven. Había, aunque los iban pasando a otras chicas más nuevas, señal de desgaste. No dejaban de rotar adolescentes en el grupo. La mayor de nosotras no tendría más de treinta.  La rutina era sumamente decadente. Nos levantábamos poco antes del mediodía, nos bañábamos y dedicábamos al arreglo del cabello y guardarropas durante todo el día. Hacia las nueve o diez de la noche, comenzaban a llegar los caballeros. Todas nos tuvimos que acostumbrar a ese ritmo. A esa altura, ya hubiera sido mucho tener que hacer una vida normal. Sólo una se hizo querida de algún amo y salió del encierro, tocó el cielo. Yo, ni siquiera podía dejar de sangrar mis ganas de estudiar.
          El único varón que entraba en aquel reducto sin  buscar holgarse con alguna, era Ismael, el prescindible ayudante de la Jefa que realizaba todas las tareas de mantenimiento y limpieza. Era tuerto, con labio leporino y  tenía el pelo, negro y duro como  alambre. Llevaba las ropas con parches mal cosidos, y su sonrisa incompleta, era amarilla. Todas las chicas se desquitaban con él de las humillaciones recibidas de los patrones, pero yo no. Me sentía tan despreciada como Ismael.  
         Tuve un raspaje  más y luego, por tanto abuso, ya no quedaba preñada. Mi cuerpo, cansado,  se fue gastando y ya no hizo falta que me obliguen a empinar la botella, yo misma encontré alivio en el vicio y ya no me importaba la resaca. Con el tiempo y los excesos, perdí el pulso.
         Un domingo a la madrugada –o lunes, no recuerdo–, estaba en ese estado  entre dos actos, cuando oí un gran revuelo. Era uno de esos clientes tan esperados que llegaba bebido como corresponde a esa hora. Todas sus chicas favoritas estaban ocupadas o ausentes. Nuestra Jefa entró a mi cuarto y me dijo que lo atendiera yo, que no importaba si no era quien él nombraba, que no me hiciera problemas,  y que aparte de su borrachera, para tener más ventaja, sacara la lámpara de la pieza. Así hice y puse el foquito en el cajón de la mesa al lado de la cama. Cuando el personaje en cuestión ocupó el marco de la puerta, no lo vi de frente, pero su silueta de tres cuartos, fue suficiente para reconocerlo. No era otro que don Efraín, el viejo baboso.
         Estaba ahí nomás, el responsable de mis días aquí y de todo lo que vino con ello. Me di cuenta tarde lo vital que era tener un arma o instrumento para estos casos. Mientras él se desvestía con mucho trabajo, yo buscaba desesperada un elemento que me sirviera para matarlo. Tenía una lima de uñas,  esmalte, una caja de fósforos y los cigarrillos. Casi me doy por vencida cuando recordé que en el bañito de al lado, alguien había dejado unas tijeras, no muy grandes, que sin embargo podrían servir. Le pedí un instante para arreglarme para alguien como él, con mi voz más zalamera, que por mi estado no salió como me hubiera gustado, pero el don no lo notó. Contestó las típicas groserías de quien  se sabe impune, porque tiene el poder que da el dinero y además porque no está frente a su esposa. En una estantería en la pared estaban las tijeras, que lógicamente además de ser más pequeñas de lo imaginado, me parecieron aún más chicas, frente a lo inabarcable de mi proyecto. 
         Cuando volví al cuarto el gran sapo estaba desnudo. Con su barriga desmesurada sus piernas flacas y todo el cuerpo cubierto de vello canoso. Sentí unas ganas de vomitar tan grandes que se me llenaron los ojos de lágrimas, e incluso así pude contenerme, constituyendo esto solo, todo un mérito. Me saqué mi única prenda y me acosté a su lado. Sin mucho preámbulo él giró y me dijo que lo montara. Así hice y como mis senos les parecieron mezquinos, enseguida se dio vuelta,  quedó él encima de mí y se acomodó entre mis piernas. Movía su pelvis como un poseído. Mientras, yo acomodé las tijeras en mi mano para asestarle el puntazo más alevoso de su vida. En esto estábamos, cuando me tomó del cuello y lo apretaba como para estrangularme, al tiempo que me insultaba a los gritos. Al comienzo pensé que me había reconocido, pero sus ojos en blanco demostraron que no era como yo creía.         
         Con mucho esfuerzo tomé todo el impulso que pude, y le perforé el estómago. Juro que llegué a pensar que explotaría como un globo de estiércol. Cubriendo toda la habitación de mierda. No obstante,  esto fue suficiente para que me soltara, y apenas tuve tiempo de penetrar en su ojo izquierdo. Después seguí dándole por todas partes, aunque ya no era necesario. Estaba muerto. Bien muerto, gordo hijo de puta.  Se me había caído encima y me costó salir de allí. Toda enchastrada de sangre, exhausta y asqueada, fui al baño y me di una ducha con agua fría. Me relajé bajo la lluvia.        
         Los gritos de la Jefa me llegaban  como de otro mundo. Llamaron al comisario,  de quien el quilombo era fiel tributario. Tuvieron una reunión a puertas cerradas. Llamaron a Ismael y después de más de una hora, salieron.  Como no podían simplemente tirar el cuerpo en algún baldío, por tratarse de alguien de abolengo, decidieron que Ismael se haría cargo del crimen. Los motivos eran obvios, él rendía menos que cualquiera de nosotras en el negocio. Además con una buena untada a algún juez, le darían pocos años y saldría por buen comportamiento. Vinieron unos agentes que se lo llevaron esposado. Cuando me guiñó un ojo me di cuenta que lo hacía por mí. Me prometí visitarlo, pero enseguida recordé que yo misma era una presa.
         Una mañana de invierno me encontré con esa añorada libertad, que a esa altura de mi vida era una carga. Envejecida y sin encantos, me dejaron en un callejón cerca del mercado. Vestía un tapadito viejo, que había servido de alimento a varias generaciones de polillas. En un bolsillo hallé unos billetes hechos un apretado y exiguo bollo, como magra compensación.
         Aproveché este dinero y entré a un bar, a desayunar. Pedí  una ginebra.

sábado, 24 de octubre de 2015

Un cuento de Luisa Ventura para escuchar

Disfruta de uno de los cuentos de Luisa Ventura. Fué publicado en el programa Córdoba, a tempo de Radio Nacional Córdoba y en el audiolibro "Cuentos cordobeses de misterio".Cuento: Pelos