Los vencidos
Me llamo Elsira era la mayor de otros
tres medio hermanos: yo era de uno y luego vendrían tres amantes más de mi
vieja, para completar la camada de cuatro niños. Salía todas las mañanas antes
del sol hacia la curva de las vías, para recoger un poco del carbón que perdían
los trenes. Encendía la cocina y mientras me hacía el desayuno despertaba a mis
hermanos para asistir a clases.
Ir a la escuela era mi mayor satisfacción. Si no fuera que tenía que
faltar tan seguido, tendría las calificaciones que merecía. Con mi madre tísica, muchas mañanas
tenía que quedarme a atenderla.
Después de cenar, desde la profundidad del piletón que servía para lavar
platos y ropa, soñaba con mi futuro: completar los estudios. No sería en esos
colegios con grandes jardines, con camino de pedregullo o en aquellos otros de
altos frentes, con su nombre y año de fundación en molde de yeso que hay en el
centro, pero sería alguno oficial.
La voz cascada de mi madre me sacó de ese universo. Al acercarme la
encontré medio cuerpo afuera de la cama, los niños la rodeaban azorados y la
más pequeña lloraba.
Fui a buscar a doña Herminda, que vino enseguida acompañada de Efraín,
su esposo. Ya no había nada que hacer. Acomodamos a la enferma en su cama. Me
se senté a su lado y tomé sus manos. Al notar lo heladas que estaban, en ese
momento pensé con cierto alivio y hasta un poco de alegría, en su muerte como
mi liberación. Espanté esos pensamientos como a malos insectos. Mamá, como si
hubiera leído mi mente, pidió que siguiera cuidando a los chiquitos, como hasta
ahora. Hizo un gran esfuerzo para decir estas pocas palabras, luego quedó
dormida. Hacía fuertes ruidos al respirar. De pronto, a mitad de la noche,
abrió grandes los ojos, se aferró a mi manga, como resistiéndose a ser llevada
por alguien y allí quedó. Me abracé al cuerpo hasta que llegaron a buscarlo. No
podían separarnos para ser cargada en la ambulancia de la Santa Misericordia.
No hubo velorio ni féretro. Pasaron por la puerta de la iglesia, donde
un sacerdote dijo unas breves palabras.
En el cementerio, la comitiva era exigua: nosotros cuatro, doña Herminda,
don Efraín y un par de empleados.
A la mañana siguiente, vinieron unos señores de traje oscuro acompañados
por doña Herminda y su inseparable marido. Dijeron que representaban al juzgado
de menores. Se llevaron a los niños a una institución donde serían formados y
aprenderían algún oficio. En la escuela escuché hablar de esto. En realidad los
hacían trabajar para una fábrica, sin más paga que castigos corporales.
Mientras, yo sería criada por el matrimonio vecino. Nos tomaron los datos, sin
omitir un humillante e innecesario maltrato. Era pasmoso cómo había cambiado la
sonrisa de doña Herminda en cerrado ceño.
Su marido, viejo baboso, por su parte se relamía ante la visión de carne
joven en su fábrica de zapatos. Era comentado por algunos vecinos que obligaba
a animar las fiestas con sus amigos a sus empleadas.
Los primeros meses trabajaba sin ver el sol. Dormía y comía en una pieza
contigua y tenía ese mismo polvillo que se mantenía como suspendido en el aire,
produciendo un gusto amargo. Una tarde
me sacaron del insalubre galpón. Me asearon y llevaron, por dentro, sin pisar
la calle, a un salón que estaba casa de por medio. Me presentaron e hicieron
bailar con los amigos de Efraín. La
primera noche no pasó de ahí. Después, me sacaban cada vez más seguido de la
fábrica y comenzaron las obligaciones. Al cabo unos meses los únicos
días que asistía a la fábrica era durante la excepción que hacía la regla. Controlada, ésta, con mucho celo
por parte de los patrones. Apenas tuve un atraso me llevaron con una vieja y
fumadora enfermera, quien me puso a salvo de ser madre a los diecisiete.
Me sacaron de la fábrica del viejo Efraín y pasé a prestar servicio en
una casa de citas, como las llaman en la policía, los juzgados, las iglesias y
otros sitios beneméritos o sagrados, y que cualquiera sabe se llama quilombo.
Allí, una vez hice debutar a un chico.
Era hijo de algún patrón. Debo confesar que me gustó llevar la delantera en el acto. Obedecía con
torpeza y respeto. Me enteré que era su
despedida de soltero. Casi me hice ilusiones. ¿Quién soy después de todo, para
ser elegida por algún cachorro de la leonera?
Tras algunos meses de haber perdido a aquel, contabilicé la parte
positiva del asunto, al menos esa quimera
me sirvió para darle un respiro a mi amarga existencia. Descubrí que podía
cerrar los ojos mientras estaba con otro, y soñar con él y su barba incipiente.
Inútil fue la espera. No volvió ningún cliente joven. Había, aunque los
iban pasando a otras chicas más nuevas, señal de desgaste. No dejaban de rotar
adolescentes en el grupo. La mayor de nosotras no tendría más de treinta. La rutina era sumamente decadente. Nos
levantábamos poco antes del mediodía, nos bañábamos y dedicábamos al arreglo del
cabello y guardarropas durante todo el día. Hacia las nueve o diez de la noche,
comenzaban a llegar los caballeros. Todas nos tuvimos que acostumbrar a ese
ritmo. A esa altura, ya hubiera sido mucho tener que hacer una vida normal.
Sólo una se hizo querida de algún amo y salió del encierro, tocó el cielo. Yo,
ni siquiera podía dejar de sangrar mis ganas de estudiar.
El único varón que entraba en aquel reducto sin buscar holgarse con alguna, era Ismael, el
prescindible ayudante de la Jefa que realizaba todas las tareas de
mantenimiento y limpieza. Era tuerto, con labio leporino y tenía el pelo, negro y duro como alambre. Llevaba las ropas con parches mal
cosidos, y su sonrisa incompleta, era amarilla. Todas las chicas se desquitaban
con él de las humillaciones recibidas de los patrones, pero yo no. Me sentía
tan despreciada como Ismael.
Tuve un raspaje más y luego, por
tanto abuso, ya no quedaba preñada. Mi cuerpo, cansado, se fue gastando y ya no hizo falta que me
obliguen a empinar la botella, yo misma encontré alivio en el vicio y ya no me
importaba la resaca. Con el tiempo y los excesos, perdí el pulso.
Un domingo a la madrugada –o lunes, no recuerdo–, estaba en ese
estado entre dos actos, cuando oí un
gran revuelo. Era uno de esos clientes tan esperados que llegaba bebido como
corresponde a esa hora. Todas sus chicas favoritas estaban ocupadas o ausentes.
Nuestra Jefa entró a mi cuarto y me dijo que lo atendiera yo, que no importaba
si no era quien él nombraba, que no me hiciera problemas, y que aparte de su borrachera, para tener más
ventaja, sacara la lámpara de la pieza. Así hice y puse el foquito en el cajón
de la mesa al lado de la cama. Cuando el personaje en cuestión ocupó el marco
de la puerta, no lo vi de frente, pero su silueta de tres cuartos, fue
suficiente para reconocerlo. No era otro que don Efraín, el viejo baboso.
Estaba ahí nomás, el responsable de mis días aquí y de todo lo que vino
con ello. Me di cuenta tarde lo vital que era tener un arma o instrumento para
estos casos. Mientras él se desvestía con mucho trabajo, yo buscaba desesperada
un elemento que me sirviera para matarlo. Tenía una lima de uñas, esmalte, una caja de fósforos y los
cigarrillos. Casi me doy por vencida cuando recordé que en el bañito de al
lado, alguien había dejado unas tijeras, no muy grandes, que sin embargo
podrían servir. Le pedí un instante para arreglarme para alguien como él, con
mi voz más zalamera, que por mi estado no salió como me hubiera gustado, pero
el don no lo notó. Contestó las típicas groserías de quien se sabe impune, porque tiene el poder que da
el dinero y además porque no está frente a su esposa. En una estantería en la
pared estaban las tijeras, que lógicamente además de ser más pequeñas de lo imaginado,
me parecieron aún más chicas, frente a lo inabarcable de mi proyecto.
Cuando volví al cuarto el gran sapo estaba desnudo. Con su barriga
desmesurada sus piernas flacas y todo el cuerpo cubierto de vello canoso. Sentí
unas ganas de vomitar tan grandes que se me llenaron los ojos de lágrimas, e
incluso así pude contenerme, constituyendo esto solo, todo un mérito. Me saqué
mi única prenda y me acosté a su lado. Sin mucho preámbulo él giró y me dijo
que lo montara. Así hice y como mis senos les parecieron mezquinos, enseguida
se dio vuelta, quedó él encima de mí y
se acomodó entre mis piernas. Movía su pelvis como un poseído. Mientras, yo
acomodé las tijeras en mi mano para asestarle el puntazo más alevoso de su
vida. En esto estábamos, cuando me tomó del cuello y lo apretaba como para
estrangularme, al tiempo que me insultaba a los gritos. Al comienzo pensé que
me había reconocido, pero sus ojos en blanco demostraron que no era como yo
creía.
Con mucho esfuerzo tomé todo el impulso que pude, y le perforé el
estómago. Juro que llegué a pensar que explotaría como un globo de estiércol.
Cubriendo toda la habitación de mierda. No obstante, esto fue suficiente para que me soltara, y
apenas tuve tiempo de penetrar en su ojo izquierdo. Después seguí dándole por
todas partes, aunque ya no era necesario. Estaba muerto. Bien muerto, gordo
hijo de puta. Se me había caído encima y
me costó salir de allí. Toda enchastrada de sangre, exhausta y asqueada, fui al
baño y me di una ducha con agua fría. Me relajé bajo la lluvia.
Los gritos de la Jefa me llegaban
como de otro mundo. Llamaron al comisario, de quien el quilombo era fiel tributario.
Tuvieron una reunión a puertas cerradas. Llamaron a Ismael y después de más de
una hora, salieron. Como no podían
simplemente tirar el cuerpo en algún baldío, por tratarse de alguien de
abolengo, decidieron que Ismael se haría cargo del crimen. Los motivos eran
obvios, él rendía menos que cualquiera de nosotras en el negocio. Además con
una buena untada a algún juez, le darían pocos años y saldría por buen
comportamiento. Vinieron unos agentes que se lo llevaron esposado. Cuando me
guiñó un ojo me di cuenta que lo hacía por mí. Me prometí visitarlo, pero
enseguida recordé que yo misma era una presa.
Una mañana de invierno me encontré con esa añorada libertad, que a esa
altura de mi vida era una carga. Envejecida y sin encantos, me dejaron en un
callejón cerca del mercado. Vestía un tapadito viejo, que había servido de alimento
a varias generaciones de polillas. En un bolsillo hallé unos billetes hechos un
apretado y exiguo bollo, como magra compensación.
Aproveché este dinero y entré a un bar, a desayunar. Pedí una ginebra.